30 abril 2009

Opiniones


Yo, fumador, Jorge Lanata.

Fumo, señores del jurado. Eso significa que soy sudaca, tercermundista, probablemente inmigrante ilegal y, claro, casi negro o casi oscuro o poco blanco. Fumo desde los doce años y, con el primer cigarrillo fumado a hurtadillas en la terraza de la casa de mi abuela tuve una erección. Esto es: entiendo a los indios taínos. Ya sé que no hay vínculo entre el sexo y el tabaco, pero déjenme seguir con la inocencia de mis doce años. Ahora, a los cuarenta y ocho, cuando tengo una erección fumo para festejar. Vivo, desde hace años, fuera de la ley, y con la conciencia culpable de matar a cada paso a un fumador pasivo. Afortunadamente, nadie se ha muerto aún ante mi vista por culpa de mi humo. Vivo en las “smoking area”: esos cubículos sucios de los aeropuertos, en los que el aire induce a vomitar. Sé por experiencia que los detectores de humo son aparatos tecno-psicológicos: inducen miedo y sólo suenan si se les fuma a cinco centímetros o menos. He decidido, hace tiempo, no ir donde no me dejan fumar. Mis amigos creen que esto obedece a mi grado de intoxicación, pero no es así: lo he transformado en una cuestión de principios. Quienes me invitan donde sea saben que cargo con mi humo: ya sea un estudio de televisión, una conferencia en un teatro, una cena privada. La decisión fue saludable: no creo, hasta ahora, haberme perdido de nada tomándola. La consecuencia más notable ha sido reducir de manera drástica mis viajes a los Estados Unidos: ese país donde al entrar a uno le revisan los zapatos, le solicitan una radiografía anal detallada y lo interrogan como si fuera miembro de Al Qaeda. Fumo, claro, cigarrillos americanos. Hace más de treinta años.

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